Levantamuros

Mateo conjuró aquel terrible hechizo el día que encontró su contestador colapsado, su correo repleto y su mente exhausta de mensajes de Abel. Esto, luego de toparse casualmente otras tantas veces en la calle y perderlo desesperadamente en la red de subterráneos. No habían pasado minutos desde que encontrara aquella invasión repentina de voces y letras en su habitación, cuando el timbre lo arrancó de esa pesadilla. Abrió la puerta. La portera aguardaba con gesto preocupado.

-Oiga, abajo hay un joven que lo busca. Ha estado yendo y viniendo toda la tarde. Baje y arregle sus asuntos, y recuérdele por favor los horarios de visita.-
-Le pido me disculpe, no volverá a pasar.-
-Eso espero. confío en su palabra.-

La mujer dio media vuelta y desapareció madera arriba. Mateo volvió a la voz, las letras, las cartas y los encuentros atropellados en su recuerdo. Suspiró. Pensó en arrojarle el teléfono desde la ventana, pero antes lograr cometer cualquier venganza, otra chicharra comenzó a sonar. Imaginó el dedo blanco del esfuerzo aplastando el botón del timbre y la corriente eléctrica recorrer el edificio hasta estrellarse contra sus nervios.
Salió furioso de la habitación. Resbaló escalones y salto otros tantos, deslizándose como un fantasma terrible.
Llegó a la puerta, jadeante.
Abel estaba a punto de tocar nuevamente el botón. Mateo apartó violentamente su mano.

-¿Otra vez?-
-Quería verte.-
-¿Otra vez?-
-Siempre tengo ganas de verte, a decir verdad.-
-¡Yo no! ¿No fui claro cuando te dije que ya no quiero verte nunca más?-
-Si.-
-¿No soy claro al decirte que ya no te quiero?-
-Si.-
-¿Que no quiero estar con vos?-
-Bueno…-
-¿Qué no quiero que me persigas?-
-Afirmativo.-
-Porque ya no te amo,
-Viéndolo así…
-y que lo nuestro terminó
-de manera tan drástica…
-para siempre?!
-podría decirse que te entiendo.

-¿Entenderme?-
-Lo que pasa es que yo aun te quiero tanto, pero tanto tanto Mateo, que si me dieras una oportunidad más, todo sería diferente, sabés?-

Mateo ardía en la hoguera de su enojo.

-¡No! ¡No quiero, me niego, me opongo, estoy absolutamente en contra!-

Abel lo miraba perdido. Sus ojos irradiaban una estupidez tan simple como inocente.

-Mateo, yo te quiero.-

Este último hizo silencio. La sangre se volcó en sus ojos, y un impulso infernal recorrió sus venas. Sintió la ira fluir por todo su cuerpo. Todo se detuvo.

“Abel, yo no te amo, y deseo con toda mi alma perderte para siempre, nunca más volverte a ver y olvidar todo de vos, deseo que desaparezcas para siempre de mi vida y que ni aun muertos nuestros recuerdos se reúnan. ¡Deseo que la ciudad se interponga entre nosotros, y aun el océano, el cielo, el universo mismo! ¡Te juro por mi vida que este es nuestro último encuentro!”

No se había apagado aun la voz tronante del hechicero enfurecido, cuando desde la esquina apareció una turba de turistas enloquecidos, persiguiendo con sus cámaras destellantes una paloma nocturna. Entre luces y murmullos Mateo vio por ultima vez a Abel, según su deseo, perderse para siempre.

~*~

El hechizo había sido increíblemente efectivo, y aunque Mateo nunca imaginó poseer tales poderes y menos aun comandarlos, intuyó que la ausencia de su perseguidor debía su origen a algún azaroso efecto de sus palabras sobre el destino; aunque aceptó igualmente la idea de que hubiese comprendido al fin sus sentimientos.
Pasó el tiempo y Abel lentamente fue desvaneciéndose. No quedo de él más que un opaco retrato perdido en la memoria de Mateo, lo que hizo que a un tiempo de aquel conjuro, no existiera en el corazón del hechicero con mayor intensidad que una sombra de mediodía.
Pero Abel era un chico insistente.

El primer día, aquel en que fuera arrastrado por una corriente turista de viento norte, el hechizado no imaginó la gravedad de su situación ni el peso de las últimas palabras que oyera de labios de Mateo, mucho menos de su destino para siempre condenado. Creyó simplemente en el infortunio del momento, y con un dejo de cansancio se dispuso a retomar la ofensiva. Regresó hasta el edificio del cual fuera arrebatado, pero la mágica declaración de odio había comenzado a operar eficazmente: A través del brazo justiciero de la anciana, Abel fue echado a escobazos, discretamente, para no despertar a los vecinos.
Pero si bien éste sentía el peso de su desgracia, no caía en cuenta de su situación, y acorde a tal bendita ignorancia aun le quedaban muchas ideas para alcanzar a su amor.
En principio continuó con el asedio a la fortaleza. En la mañana o en la noche, Abel se sentaba frente al hotel y vigilaba. Desistió de instalarse en la vereda propia del castillo encantado, pues el dragón cuidaba las puertas contra los intrusos. La anciana tejía sentada en la vereda, o leía el diario, o se cortaba las uñas de los pies, siempre con la escoba lista para batirse a duelo. Su mirada envenenada cruzaba veloz la calle, pero Abel se volvía todopoderoso en la distancia. Pasaba la tarde, y el centinela aguardaba.

Al tiempo Mateo ya era un fantasma. Cuando Abel comenzaba la vigilia en su torreón imaginario, el otro ya había salido. O quizás no había llegado. Pasaban lluvias y pasaban soles, la vieja entraba y salía, pasaban las horas y los días, pasaban los vecinos y los extraños, todos pasaban salvo Mateo. El hechizo, como dios omnipotente, orquestaba minuciosamente aquella esquina e incluso el barrio. Abel observaba sin saber que, detrás de aquel colectivo se escondía el fantasma, ajeno a la magia y al recuerdo. Para cuando el transporte retomaba su curso, Mateo ya estaba a la sombra de los paraguas o perdido en una nube de humo maldiciendo la revolución industrial, o quizás saltando, al resguardo de los árboles y las personas.
Y a los ojos del enamorado, nada había ocurrido.

Pero Abel era un joven verdaderamente insistente.
Creía que la perseverancia guiaría a su amado por el camino de la comprensión, iluminaría la verdad de sus sentimientos y por fin se rendiría a sus brazos.
Aunque el tiempo pasaba y con increíble dolor, también el rostro del eterno querido se borraba de su mente. Antes del hechizo, contaba al menos con la gracia de contemplarlo cuando lo perseguía o cuando Mateo lo abandonaba, pero ahora solo era un sueño, perdido para siempre en la condena del hechizo. No obstante, sabía que el otro seguía allí, del otro lado de la magia, porque aunque ya no pudiera verlo, todo aquello que lo rodeaba seguía en su lugar. Seguía su nombre en la correspondencia del hotel. Seguían las luces de la habitación las vísperas de exámenes, con una difusa sombra inquieta frente al saber. Todo permanecía allí, junto a Mateo, incluso él.

~*~

Abel lloró por primera vez la noche en la que vio entrar a ese otro al hotel y encenderse la luz de la habitación. Se imaginó recorriendo a escondidas las crujientes escaleras hasta alcanzar la deseada fortaleza en donde el príncipe cautivo lo esperaba.
Solo una luz, en medio de aquel edificio. Lloró en silencio, o quizás a los gritos, lo cual no tenía importancia, ya que una fuerza implacable frente a él se devoraba su dolor. Nada llegaría a Mateo.
Solo había una luz, que hacía más evidente la oscuridad.

Pasaron los años.
Abel ya solo lloraba de tanto en tanto, cuando el recuerdo de su amado lo encontraba solo e indefenso en su silencio, por ejemplo, antes de dormir. Pero acorde a su insistencia, nunca había dejado de luchar contra su adversa fortuna. Atacó el castillo, luchó contra el dragón, izó bandera y huyó a los bosques. Corrió colectivos, visitó facultades, recorrió plazas. Así y todo, sus esfuerzos habían sido abatidos en todas las ocasiones: la maldición parecía ser igual de insistente, habiendo frustrado el encuentro en la estación de tren, cuando Mateo regresaba de visitar a su familia; logró esconderlo en el club, entre aparatos, y en el restaurante, con un apagón de luz.
Algunas veces Abel pudo percibir la presencia de Mateo, oír lejanamente su voz y hasta ver borrosa su figura, pero mientras más cerca estaba de su amado, más enérgicamente movía el conjuro sus engranajes furiosos, hasta ordenar al mundo según los olvidados deseos del hechicero.
Pasaron los años, y de la historia solo parecía perdurar el hechizo.

Pero Abel era definitivamente un hombre insistente, aunque más le hubiera valido no serlo tanto.

Había pasado una vida, y tanto uno como otro no eran más que penumbras de sí mismos. Abel había decidido no morir sin antes vencer al hechizo, torcer su destino y finalmente ver a Mateo. Partió una mañana dudando su regreso, pues sabía que alguien iba a encontrar su fin aquel día; hombre o conjuro.
A cada paso podía sentir el aire enrarecerse. La ciudad y el mundo se preparaban para detenerlo. El maleficio, impasible, comenzaba a actuar. Abel caminó firme soportando los mágicos castigos, pero las tormentas repentinas, los accidentes y las desgracias imposibles no lo detuvieron. Sufrió atropellos y golpizas, atravesó incendios y derrumbes, escapó de policías, de ladrones y de civiles, y ninguno pudo detenerlo. A cado paso podía sentir en el aire un fuego y un chirrido, un enojo sin nombre que lo perseguía desesperado.
Ambos duelistas habían luchado ferozmente por horas. Abel pudo ver como el hechizo se deshacía en palabras indefensas, así como también él se deshacía pese a sus últimos esfuerzos.
Por fin encontró a Mateo.
Estaba a punto de morir, pero había ganado. Con sus últimas fuerzas, pronunció su nombre, y esperó.

Lo único que Mateo pudo ver previo a morir fue a un extraño agónico frente a él. Pero antes de que pudiera apenas tratar de recordar quien era aquel hombre, una ráfaga de metal lo embistió, sin darle tiempo siquiera a comprender su propia muerte.
El hechizo había ganado, pese a Abel e incluso pese a Mateo.
Antes de caer, el moribundo sintió la fuerza terrible del conjuro desvanecerse satisfecha, y comprendió el verdadero significado de aquella maldición: Más le habría valido a él no ser tan insistente, y a Mateo tan descuidado, como para jurar por su vida.